EL PAPA DE BARBOSA
El Papa colombiano
Antonio José Hurtado, un dentista de Barbosa (Antioquia), se autoproclamó Pedro II luego de la muerte de Pío XI, en 1939. El pontífice gobernó desde un Vaticano que mandó construir en su pueblo y desde allí dio misa e impartió bendiciones a personajes como Libertad Lamarque.
En una fría mañana de Roma, el encargado de la correspondencia del Sacro Colegio de Cardenales, en la ciudad del Vaticano, no pudo dejar de sonreír cuando abrió uno de los cientos de telegramas llegados a su oficina, proveniente de un pueblo colombiano llamado Barbosa. La fecha era reciente, febrero de 1939, y el texto escrito en castellano no le fue de difícil lectura:
“Salón del Vaticano en la ciudad de Barbosa, Colombia, Departamento de Antioquia, a 14 de febrero de 1939. Eminentísimo y reverendísimo el hoy Jefe de la Iglesia Católica, cardenal Camarlengo. Ciudad del Vaticano, Italia. ¡Su Santidad el Papa Pío XI ha muerto! Mi corazón que lo amaba más que todos está de luto. Sacro Colegio de Cardenales: ¿Buscáis vuestro futuro Vicario? ¡Soy yo! Antonio Hurtado. Año tercero de su candidatura pontificia”.
Para desgracia de Antonio Hurtado, pocas semanas después el cardenal Eugenio Pacelli se le adelantaba en su postulación al solio de Pedro y el 2 de marzo fue declarado como legítimo sucesor papal bajo el nombre de Pío XII. Hurtado, que guardaba firmes esperanzas de ser convocado al cónclave, se quedó con las ganas de que el cardenal diácono Gaccia-Dominioni saliera ante la multitud expectante, luego de la fiumata blanca, pronunciando aquellas famosas palabras que él acariciaba como preciosas joyas:
“Os anuncio una gran alegría. Habemus Papam.
Los primeros líderes de la iglesia católica no se cambiaban sus nombres hasta la elección de Mercurio, entre los años 533 y 535, cuando éste implementó la tradición de buscar uno nuevo porque el original sonaba muy pagano, llamándose Juan II. No obstante, cuatrocientos años después, con la elección de Octaviano, que se llamó a sí mismo Juan XII, arrancó en firme esta costumbre tan natural y hasta obligada hoy día.
Antonio Hurtado, tras la visita a la casa cural se transformó totalmente, llegó a considerarse la encarnación del Espíritu Santo; así como Melquisedec lo era del Padre y Jesús lo era del Hijo en la Santísima Trinidad.
Antonio José Hurtado posa con María Iñíguez, una poetisa de La Habana, que fue la única mujer de la que Pedro II -antes de ser Papa, por supuesto- había estado enamorado y a quien, con frecuencia, le enviaba flores.
El eminentísimo magister Antonio José Hurtado Hernández, quien ha tomado el nombre de Pedro II”.
La autocandidatura pontificia, sin embargo, perduró dos Papas más, hasta su muerte ocurrida en 1955, sin que la Iglesia que él tanto amaba le prestara la más mínima atención. Aun así, Pedro II siguió desarrollando el apostolado en su pequeño reino terrenal,Barbosa a 39 kilómetros de Medellín, muy lejos del boato de su cargo y de la responsabilidad de dirigir a millones de creyentes en el mundo, en un momento crítico del siglo XX. Los vientos que presagiaban la guerra se veían en el horizonte y el desenlace bélico iba a ser una de las mayores carnicerías que padecería la humanidad en toda su historia.
Pedro II, definido por sus contemporáneos como un Papa moderno, igual que un “automóvil Lincoln Zephir 1939 o un televisor”, con “preciosa cara de Apolo”, “apuesto como un actor cinematográfico”, por sus obras y forma de ejercer la caridad y el amor al prójimo merece estar en un sitio de honor aunque no sea oficialmente como el primer y único pontífice americano en 15 siglos de historia papal.
Barbosa es un pueblo al norte del área metropolitana de Medellín. A mediados del siglo pasado una empolvada
carretera y una serpenteante línea férrea conectaba a esta población con el río Magdalena y el centro de Antioquia, punto de paso obligado de mercancías, viajeros y comerciantes, muchos de ellos prósperos campesinos cargados de oro pero con pésima salud bucal.
La pobreza, la falta de higiene y de conciencia en su cuidado entre los colombianos de la época hicieron que las caries y los dientes pútridos fueran una plaga extendida que atacaba por igual a ricos y pobres. Y este fue un factor incidental que facilitaría la enorme popularidad y el servicio de apostolado de Antonio Hurtado, el Papa de Barbosa.
Inteligente, seminarista frustrado y autodidacta por naturaleza, el joven Hurtado aprendió leyendo en libros y tratados de dentistería a sacar muelas con altas dosis de dolor y reemplazar las partes del esmalte perdido por finas placas de oro fundidas de libras esterlinas. Incluso si el cliente lo deseaba, podría estrenar una brillante dentadura a prueba de todo tipo de bacterias, pero inmensamente atractiva para los ladrones.
En el periódico El Bateo apareció, tras la muerte de Achille Ratti, Pío XI, un artículo titulado Aunque usted no lo crea, donde dibujaron con sarcasmo los principales rasgos de Pedro II:
“Antonio Hurtado, natural de Barbosa, dentista de profesión, de 45 almanaques Bristol, soltero, de regular estatura, preciosa cara de Apolo, más afeitado que un míster, apuesto como un galán cinematográfico, discreto, correctísimo y definitivamente conquistador de la simpatía, llegó a nuestra redacción y nos entregó la siguiente comunicación que será transmitida telepáticamente. (La copia del texto al cardenal Camarlengo). Así dice textualmente y textualmente nosotros decimos: tiene figura de Papa, esperaba la muerte del Papa y probablemente le debe gustar bastante la papa, especialmente envuelta en huevo. Y que la razón se le traspapeló y no la ha podido encontrar, lo dice claramente el telegrama anterior, por lo cual estamos seguros, por primera vez en la vida del internado (manicomio) de Uribe Calad, va a tener el primer Papa alimentándose de papa, yuca, plátano y fríjoles con col… ¡Casi nada de brinco: de sacamuelas a puro Papa!”.
Presionado por el alcalde Enrique Bedoya y el cura párroco, Jesús Antonio Arias, Pedro II ingresó el 23 de febrero al instituto municipal de salud mental dirigido por el doctor Uribe Calad para una revisión psiquiátrica. Con mansedumbre soportó las preguntas y demás interrogatorios que dieron por diagnóstico un singular padecimiento: “delirio sistematizado crónico de matiz místico, que puede considerarse como una verdadera teomanía con desdoblamiento de la persona consciente y coexistencia de la personalidad mística con la personalidad real, observándose en él que una y otra pueden actuar en sus esferas respectivas sin perjudicarse recíprocamente”. Para Antonio Hurtado toda esta “palabrería” se resumía en una frase: “Yo soy el Papa, yo soy Dios”.
“Efectivamente no estaba loco, según los puntos analizados por el especialista y no necesité tratamiento de ninguna especie en este tiempo ni ahora. Los que sí resultaron locos en esos años fueron los que me acusaron de ese mal, los presbíteros Jesús Antonio Arias y Octavio Aguilar”, escribió años después en su testamento. No obstante, las provocaciones a la curia local no pararon en ese momento, menos todavía con la autoproclamación de que él era la encarnación divina y así debía actuar.
Siendo Sumo Pontífice y Vicario de Cristo, consideraba que tenía el pleno derecho de realizar sus actos litúrgicos y hasta sus propias procesiones durante la Semana Santa, además de contar con un sitio especial y apropiado para ejercer su apostolado mientras corregían el error en Roma.
Aun así, el éxito de su trabajo, sumado a la calidad de las dentaduras postizas, llamadas cajas, y de las muelas artificiales moldeadas en oro macizo, proyectaron su nombre de Medellín y Copacabana a Puerto Triunfo, Segovia o Caucasia, ricos enclaves de negociantes llenos de dinero en los bolsillos y caries en sus sonrisas. Así transcurrió su vida civil hasta que escuchó el llamado, la noche del 1o de enero de 1937, cuando una voz en la penumbra de su habitación, cerca del parque del pueblo, le susurró: “Serás Pedro II”. Ante la revelación, buscó en los libros parroquiales su partida de bautismo. Teológicamente creyó ver que su nombre completo, Antonio José de los Dolores, significaba Emmanuel, la señal que esperaba para comprender su verdadero papel en este mundo y elevarse hasta el sitial más alto de líder de los católicos.
Pero no escogió cualquier denominación para su labor pastoral en la tierra
En su particular visión teológica, mezcla de su trunca formación para sacerdote en el seminario Santo Tomás de Aquino, de Santa Rosa de Osos, al norte de Medellín, tomó el nombre de Pedro II a pesar del enorme respeto y la leyenda que pesa sobre esa denominación desde que se institucionalizó el papado, pues una profecía asegura que así ha de llamarse el último romano pontífice antes de que se cumpla el anhelado regreso de Jesús a la Tierra y el Juicio Final.
Sobrina del Papa, señalando una pintura de su tío en la sala de su casa.
Hurtado estaba convencido de que él sería el renovador de la cristiandad y de la fe católica, lo único que necesitaba era su infinita capacidad de sufrimiento por amor a la humanidad y una oportunidad en el Vaticano para que reconocieran que era digno de llevar el título de Vicario de Cristo.
Durante varios días la noticia se regó como la aparición de un fantasma y en Medellín varios reporteros llenaron páginas de sus periódicos con la insólita noticia de la candidatura papal colombiana.
Ahí entró a jugar su éxito de dentista. Con el dinero ganado, además de ofrecer empleo a 20 personas, siendo el único después de la nómina municipal en generar trabajo para sus coterráneos, decidió construir su propia Santa Sede: el Vaticano II.
La Calle del Comercio hoy es una línea de casas y edificios no muy altos de apartamentos, la mayoría nuevas construcciones de adobe y cemento revocado que poco o nada recuerdan a las construcciones de bahareque tan común en los pueblos. Todavía numerosos almacenes se ciernen a lado y lado de este paso peatonal que en los años cuarenta estaba formada por casonas amplias, de patios internos y ventanas grandes con rejas de madera. En una de esas construcciones, junto a la habitación de la entrada que contenía la silla de extracción (construida por él), el estante con los múltiples ganchos y tenazas sacamuelas, los frascos repletos con productos químicos y el fuelle para la fundición del oro, erigió su sede.
Allí, una enorme cruz daba la bienvenida al visitante e invitaba al sobrecogimiento, mientras que dos tablas retráctiles colocadas en la parte inferior sostenían la patena, el copón de oro y la custodia del mismo precioso metal, adquiridas en Medellín en alguno de los almacenes religiosos cercanos a la iglesia de La Candelaria. Una lamparilla con aceite de higuerilla resplandecía pintando con una coloración amarilla su interior y brillando en los ojos de cristal de una mula de madera que sacaba durante la procesión del Domingo de Ramos. Junto a todo esto, un atril sostenía una Biblia siempre abierta, la cual diariamente era leída por una empleada durante las ceremonias que él llamaba “misas”. Varias imágenes sacras acompañaban en silencio la meditación del tropical pontífice: las imágenes de todos los Papas hasta el momento, otra de Santa Apolonia, patrona de los dentistas después de que la martirizaron sacándole todos sus dientes, y una Virgen Crucificada, la misma que se ve en la fotografía suya con su traje de Vicario y en posición de impartir la bendición urbi et orbi.
Pedro II no quiso formar otra iglesia ni separarse del catolicismo en un cisma doctrinal o teológico, simplemente quería cumplir su sueño trunco de ser sacerdote.
Definido por sus contemporáneos como un Papa moderno, igual que un "automóvil Lincoln Zephir 1939 o un televisor, con preciosa cara de Apolo".
Y como un pastor sin grey es un simple ermitaño, se dedicó a escoger muchachas y familiares casi adolescentes para enseñarles el oficio de la dentistería al mismo tiempo que le ayudaban con sus labores del papado.
En un momento determinado las 20 personas a su servicio cumplían cada una funciones determinadas. Una, por ejemplo, se encargaba de lo económico, otra de barrer la casa y el taller de trabajo, una más alimentaba los peces del estanque, otra sacaba las muelas cuando el caso no ameritaba su precisa atención o de aplicar el yeso para los moldes dentales. Ana Ofelia Gómez era la señalada para darles la bienvenida a los clientes y advertirles que al dirigirse a él lo debían llamar Papa. Si algún olvidadizo le decía su nombre de pila, un grito rompía la tranquilidad de la estancia: “Ofeliaaaaaa… ¿No le dijiste a este hombre que me llamara Papa?”.
Cuentan que a finales de 1939 grandes personajes de la vida nacional e internacional pasaron por su sede atraídos por las noticias de un hombre excéntrico, pintoresco e inteligente que le dio el honor a su pueblo de no sólo contar con cura párroco y alcalde, sino también con Sumo Pontífice.
El presidente liberal Alfonso López Pumarejo, junto a su hijo, el también futuro presidente Alfonso López Michelsen, periodistas, literatos, cantantes como la argentina Libertad Lamarque o poetisas como la cubana Dalia Iñíguez, a quien el poeta Juan Ramón Jiménez bautizó “el dulce ciclón poético de las Antillas”, se cuentan entre los más reconocidos acudientes; de la misma forma en que la niebla del olvido cubrió los nombres de tantos seres anónimos que, desde diferentes latitudes, se congregaron en la estación Barbosa del Ferrocarril de Antioquia en constante romería a esta nueva Roma.
Como lo veían pasearse con sus trajes pontificios en Navidad o Semana Santa todos creían que, en efecto, estaban ante el máximo jerarca de la iglesia católica, para más rabietas del padre Arias. Tanto que en una catequización en la escuela, el sacerdote preguntó a los pequeños el nombre del Papa.
–“Antonio Hurtado”, gritaron al unísono los chiquillos.
Carpintero, sastre, predicador, orfebre, veterinario, fotógrafo, taumaturgo, médico, dentista y periodista empírico, Hurtado se encargó de propagar su particular forma de vivir la fe desde un periódico propio llamado El Emmanuel, del que hoy no sobreviven ejemplares. Harto el padre Arias de estas provocaciones impías y blasfemas, lo excomulgó por primera vez en junio de 1939. El Bateo, una vez más, narró así lo sucedido:
“… El padre Arias de Barbosa, parapetado desde su público, lanzó la excomunión al ‘santísimo padre’ Pío Antonio Hurtado, sucesor de Pío último, junto con el cardenal Pacelli. El único mortal que nos dio la honra de sentirse en un Vaticano, levantado por su santa fantasía en Barbosa, sucursal de Roma, agencia imaginaria de los cardenales y sede pontificia de Antioquia. Lo ‘despapó’ de un guascazo, tirándole desde el púlpito una excomunión al expapa ‘su santidad’ Antonio Hurtado registrándose por primera vez en la historia del mundo que un presbítero deje en cesantía a un papa, desembaucándolo todo y dejándolo empapado en la más sacrosanta de las angustias”.
La segunda excomunión se produjo cinco años después en plena Semana Santa. El Domingo de Ramos de 1944 la procesión liderada por el padre Arias se encontró frente a frente, por una calle aledaña al templo principal, con la que encabezaba a su vez Antonio Hurtado y sus seguidores. El religioso, iracundo por el atrevimiento, desde el púlpito amenazó con excomulgar a todos los que asistieran a los actos del antipapa colombiano. Pedro II, sin desanimarse, ingresó a su sede de forma apresurada con la sentencia de que los alimentos comprados especialmente para la cena, donde había latas de sardinas importadas y panes en forma de peces traídos desde Medellín y realizados por las mejores panaderías de la capital antioqueña, “se reparten porque se reparten o me dejo de llamar Papa de Barbosa…”.
En la puerta sacó una bocina y a todo pulmón, en medio de su sacrosanta ira gritó: “He tenido que suspender la procesión porque las autoridades eclesiásticas y civiles no me han dejado hacerla, pero la cena sí se hará porque mi casa es mi casa y aquí tiene entrada todo el mundo”. Acto seguido, comenzó a repartir una lata de sardinas, un trago de vino y dos panes a los curiosos y presentes.
“Yo quería quedarme con alguna cosa, porque las sardinas eran importadas y los panes eran muy bien hechos y deliciosos, pero él no me dejó”, recordó Ofelia Gómez, una de sus más queridas empleadas y familiares.
El comandante de la Policía, entonces, trató de impedir la entrega de viandas. “Le estoy dando a la gente que necesita celebrar su cena aquí, pues ustedes no me dejaron, y ¿ahora quieren que no les dé a ellos esto?”, espetó Hurtado.
Hablando como nunca antes tiró por la ventana a la muchedumbre los bizcochos y los panes especialmente preparados para él.
Derrotados ante la desobediencia y testarudez, los agentes se marcharon antes de causar un lío de orden público. Con las panzas llenas y agradecidos, una vez retornada la calma, Pedro II salió a la puerta de su casa y aún con la bocina en la mano les sentenció: “Pues sepan mis queridos compañeros que ustedes han quedado excomulgados por la cena que les di”.
La amplitud con los demás era opuesta al régimen de vida casi monacal que llevaba dentro de su palacio y reino. A las 6.30 de la mañana lo despertaban sus ayudantes saludándolo en inglés (decía que ésta iba a ser la lengua del futuro, por eso debían aprenderla). Luego, a las 8 a. m. se levantaba después de un masaje completo dado por sus discípulas, la afeitada correspondiente y el opíparo desayuno, que con frecuencia era una mesa amplia llena de frutas de todo tipo.
“Yo me encargaba con un trapo de espantar a las moscas, porque le daba asco que alguna se asentara en la comida. Pero de todas esas frutas, él pellizcaba pedacitos y eso comía. En el almuerzo, igual, probaba una o dos cucharadas de la sopa, del aguacate y el banano y lo dejaba casi limpio, sin tocar más”, dice Ofelia Gómez. La totalidad de los alimentos era entregada a las personas más pobres del pueblo. También lo hacía porque tenía miedo a engordar.
Silla Papal que el mismo Hurtado mando construir, al estilo de las de dentisteria con incrustaciones de baldosin y lujos de detalles.
“El papado es el cargo más paradójico del mundo, es el más absoluto y sin embargo el más limitado, el más rico en ventas pero el más pobre en ganancias personales. Lo instituyó un carpintero nazareno que no tenía dónde reposar la cabeza, pero se hallaba rodeado de pompa y parafernalia excesiva para este mundo hambriento. De su cuello cuelgan las llaves del Reino pero puede encontrarse desterrado para siempre de la Paz de la Elección y de la Comunión de los Santos. Si dice que no lo tienta la autocracia y la ambición, es un embustero. Si no avanza a veces aterrorizado ni ora a menudo en la oscuridad, entonces es un necio”, dejó escrito en El Emmanuel.
Inquietos como eran su carácter y personalidad, Hurtado se dedicó en algún momento de su vida a leer libros de botánica y medicina, buscando la cura de las enfermedades más comunes, pero sobre todo el cáncer que su madre, Luisa Hernández, padecía desde hacía varios años, generándole una herida muy grande en la cabeza. Como muchas de las yerbas que necesitaba para sus menjurjes no las encontraba en un clima tan cálido como el de Barbosa, el novel herbolario cambiaba los ingredientes que exigían los textos para el compuesto por otros más asequibles y comunes. Horas y días invirtió tratando de hallar la milagrosa sustancia y a pesar de que su madre se curó aparentemente con sus mezcolanzas, nunca dejó en claro si había hallado la cura del mal, si ocurrió por pura coincidencia o, porqué no, un milagro.
Y milagro dicen que fue el saludo que una guacamaya le dio cuando un hombre se acercó a vendérsela, sabiendo que en su Vaticano II había implantado una réplica del Jardín del Edén, con animales de toda pelambre y forma.
El ave, luego de las constantes negativas de Antonio Hurtado para comprarla abrió el pico y repitió “Papa, Papa”. Gracias a ese detalle el campesino se fue del lugar con algunos centavos y la guacamaya engrosó la lista de huéspedes en su zoológico personal.
Allí, por ejemplo, en un estanque, nadaban diversos peces de vivos colores y tamaños, algunos perros callejeros que habían sido abandonados por sus amos encontraban refugio y cariño, y hasta los caballos viejos y mal heridos eran partícipes de muchos mimos y atenciones, en una especie de versión andina de San Francisco de Asís. Cuando se reponían y estaban gordos, la puerta del reino terrenal se abría para que corrieran libres por el pueblo, hasta que caían en manos de algún carnicero o un campesino necesitado de vender una bestia.
Si la santidad de un hombre es un calificativo equivalente a la capacidad de entrega desinteresada a los demás, el Papa de Barbosa bien tiene merecido el título que él se prestó sin permiso de Roma. Los pobres, mendigos y familias con mínimos recursos económicos fueron sus mayores desvelos. Consideraba que como buen guía espiritual debía ayudar a sobrellevar la carga de la indigencia a aquellos apabullados por ese gran peso.
Varios miércoles de la década de los años cincuenta viajaba en su Packard a Medellín con el ánimo de comprar numerosos billetes de la lotería, hacer algunas diligencias como adquirir los materiales para la dentistería o entregar sus obras por encargo. Allí adquiría los billetes con la esperanza de ganarse el premio mayor, $100.000, para distribuir entre los conocidos.
“Cuando tenía la plata para los pobres la repartía en varios sobres y colocaba en una ruleta los nombres de los vergonzantes. Al que ganaba se lo mandaba y era el equivalente al mercado de un mes. En otras ocasiones, sin que lo supieran, se lo remitía a una familia muy necesitada o al asilo de ancianos”, añadió una de las personas que lo conocieron.
Consciente de su frágil condición de divinidad eterna envuelta en empaque temporal, en mayo de 1955 vaticinó que de esa semana no pasaría. Los 58 almanaques Bristol eran un lastre duro de cargar y sus cansadas piernas no respondían a su infatigable labor caritativa, a pesar de los ungüentos y masajes que le daba Nina Ríos, una de sus más cercanas colaboradoras. Cuando iba hacia el ancianato, cada paso era acompañado por un descanso sentándose en un taburete que varios ayudantes portaban cuando él salía de la casa. Las relaciones con la Iglesia local eran mucho mejor que antes. Incluso el padre Pérez, quien reemplazó al beligerante Arias, iba a su casa a conversar sobre la actualidad del país y de temas teológicos. “Esa casa está llena de conocimientos y saberes”, había expresado en una ocasión. Incluso el padre Antonio Mesa, quien lo había visitado antes de fallecer, sólo atinó a decir: "He confesado a un santo".
“Hay que recuperar su memoria por su gran valor, pues fue un gran odontólogo cuando enseñar esa profesión era muy difícil. Tuvo una vida intachable y una visión clara de sacrificio a la verdad, a la fraternidad y al servicio a los demás. En esos aspectos se adelantó a los cambios que vivió la Iglesia con el Vaticano II.
Pinzas usadas por Antonio José Hurtado en su dificil labor de dentisteria.
El 14 de mayo de 1955, tras la visita a los ancianos donde repartió sobres con dinero, con las manos en el pecho y rodeado de sus allegados y obreras, puso Dios fin a su calvario por esta tierra. Eran las 5.15 de la tarde. El párroco no obstante haberlo aceptado al principio, no permitió que lo enterraran vestido con su traje de Papa. Sólo se le dejó el alba, con el solideo en la cabeza y el resto de sus vestimentas a modo de almohada.
Conocedor de la vida de los pontífices, de seguro en su mente todo pasó como él quiso pero no fue: el cardenal Camarlengo se acercaría a su rostro y con un martillo de oro le golpearía tres veces la frente preguntando “Antonio Hurtado, ¿estás muerto?”. Al ver que no respondía, se arrodillaría junto a su lecho cantando el salmo 129: “Vere papa mortuus est”, y con voz cansina entonaría “Clamivi ad te, Domine: Domine ex audi voceam meam/fiant aures tuae in tendentes/ in orationem servi tuis…”.
Las campanas que por años habían estado silenciadas echarían al vuelo su repicar como lágrimas sonoras a los cuatro vientos, acompañando el De profundis y un coro de campanarios en el mundo católico se uniría al dolor de la cristiandad por la pérdida de Pedro II, el Papa de Colombia.